Una nota sobre el
juego de tensiones entre el recuerdo y la subjetividad en torno a la «Noche de
los Lápices». De cómo fue cambiando el sentido de la memoria y las políticas
del Estado a partir del retorno a la democracia hasta la actualidad.
¿Cuántos relatos puede tener una misma historia? ¿Son parte de la
historia esos relatos? ¿Hay más de una historia?
La memoria tiene una carga vital.
Porque el pasado se actualiza. Las sucesivas generaciones lo resignifican a
partir de las preocupaciones del presente. Memoria es presente.
Hoy vamos a poner el ojo en la
«Noche de los lápices», en especial en los diversos relatos de este triste y
emblemático episodio. Para saber qué recordar. Y entender cómo fue contado. Se
trata, en definitiva, de enriquecer la(s) memoria(s).
Qué se recuerda
Empecemos por el lugar: ciudad de La
Plata. El momento: septiembre 16 de 1976. A la madrugada de ese día fueron
secuestrados estudiantes de escuelas secundarias en un operativo realizado por
el Batallón 601 del Servicio de Inteligencia del Ejército y la Policía de la
Provincia de Buenos Aires. Los adolescentes permanecieron varios meses en
distintos centros clandestinos de detención. Estuvieron en el «Pozo de Arana»,
el «Pozo de Banfield» y las Brigadas de Investigaciones de Quilmes y
Avellaneda. En cada sitio recibieron maltratos y tortura.
Muchos tenían militancia política.
Las organizaciones a las que pertenecían eran mayormente la Unión de
Estudiantes Secundarios (UES), cercana a Montoneros, y la Juventud Guevarista.
Todos participaron de las movilizaciones realizadas en 1975 por el Boleto Estudiantil
Secundario (BES), cuya implementación fue suspendida por la dictadura militar.
Seis jóvenes están desaparecidos (ver
aparte). Cuatro son los sobrevivientes: Emilce Moler, Gustavo Calotti,
Pablo Díaz y Patricia Miranda. La «Noche de los Lápices» integra la larga lista
de crímenes de lesa humanidad del Terrorismo de Estado.
Memoria: el alfonsinismo
María Seoane decidió escribir el
libro «La noche de los lápices» tras escuchar el testimonio de Pablo Díaz en el
Juicio a la Junta de 1985. Precisemos aquel contexto.
El presidente Raúl Alfonsín inauguró
una política de estado en derechos humanos. Organizó la CONADEP (Comisión
Nacional de Desaparición de Personas), anuló la autoamnistía dictada por los
militares, y puso al Estado como querellante en un juicio contra la Junta de
Comandantes Militares. Era la primera vez que un estado de derecho enjuiciaba a
sus propios dictadores.
El relato del libro «La noche de los
lápices» (análogo a la película dirigida por Héctor Olivera de 1985) eludió el
tema de la militancia política de los estudiantes secuestrados. Porque su
intención era romper el discurso que ofrecían los militares en el juicio: que
todo había sido una «guerra» contra la subversión. Entonces «la noche de los
lápices» fue recordada con esta lógica: esos estudiantes secundarios no eran
combatientes. No podía existir una «guerra» contra «víctimas inocentes». El caso
evidenciaba eso.
Tanto el libro como la película
tienen esta narrativa de adolescencia-inocencia-ingenuidad-pureza. Cuadraba
perfectamente con la teoría de «los dos demonios», que es la base
interpretativa del Informe de la CONADEP, el «Nunca Más». Porque interpretar
que hubo «víctimas inocentes», supone que había otras «víctimas culpables» (el demonio
de «izquierda», es decir, los guerrilleros).
Este recuerdo des-politizado de «La
noche de los lápices» perdura aún. Muchos de nuestros adolescentes conocen el
episodio, y lo vinculan a «los chicos que desaparecieron por pedir el BES».
Memoria: el
kirchnerismo
Las leyes de «Punto Final» y de
«Obediencia Debida» (dictadas por alfonsinismo) y los indultos presidenciales
de Carlos Menem fueron un retroceso en las políticas de DDHH. Permitieron la
impunidad de los genocidas.
Mientras tanto, en el relato de «la
noche de los lápices» los desaparecidos eran tratados como objetos de
una historia trágica: objeto de secuestro, de tortura, de muerte. El kirchnerismo
cambió esa mirada.
Reivindicó las militancias (dato de
ese contexto). Recordó a los desaparecidos como sujetos de una historia.
Y reemplazó la consigna del «Nunca Más» (propia de la teoría de los «dos
demonios») por «Memoria, Verdad y Justicia». Es decir, entendió que no hubo
«dos demonios». Hubo un Terrorismo de Estado con un plan de exterminio y de
disciplinamiento, en especial contra las organizaciones sindicales, políticas y
culturales. Un plan para «resetear» la sociedad.
Esta revisión que propuso el
kirchnerismo conformó la mayor política de estado en DDHH. En efecto, la
anulación de las leyes de impunidad, la reanudación de los juicios a los
represores, y las políticas de reparación son algunos ejemplos. Destacamos
también los estudios sobre la construcción social de la memoria. De esta
manera, los estudiantes de «la noche de los lápices» son recordados como
actores dentro del marco de las luchas sociales de los años 70. Quiere decir
que lo importante no residía en conseguir el BES, sino en las diversas
intervenciones militantes que
pretendieron transformar aquella sociedad.
Memoria: el macrismo
Durante este primer año de gobierno,
el oficialismo viene exponiendo preocupantes posicionamientos.
En efecto, el presidente Macri
públicamente elude nombrar al Terrorismo de Estado y usa la expresión «guerra
sucia». Su utilización estimamos que es plenamente intencional: menciona que
hubo una «guerra»
A
su vez, también expresó no tener «ni
idea» sobre la cantidad de desaparecidos; marginando la tarea de los organismos
de derechos humanos y las políticas de estado desarrolladas durante el
kirchnerismo.
Todo ello son muestras de un
negacionismo que pretende «mirar hacia adelante» (sin saldar las cuentas del
pasado) y englobar este período en «los tiempos en que la violencia dividió a
los argentinos», tal como expresara en las redes sociales este año, durante el
aniversario del 24 de marzo.
Se trata de un nuevo retroceso en materia de DDHH y en políticas
de estado. Es en este contexto que se tramita la «libertad» domiciliara para el
genocida Miguel Etchecolatz -figura central de este episodio y de la
desaparición de Jorge Julio López-, así como se pretende trasladar de las
cárceles comunes a Campo de Mayo a los genocidas condenados, y se mantiene como
presa política a Milagro Sala.
Recordar «la noche de los lápices»
vuelve a ser un acto de resistencia. Sin perder el hilo de todo lo que vino
siendo. Porque es cierta la frase: los lápices siguen escribiendo. 40 años
después. Y depende de nosotros, aquí y ahora, que eso continúe.
La punta del ovillo: cómo enseñar
El valor del testimonio
En su libro Los trabajos de la memoria, Elizabeth
Jelin explica que la memoria, en tanto herramienta para procesar el trauma
social, tiene tres características centrales: es un proceso subjetivo que está
anclado en experiencias y marcas simbólicas y materiales; es un objeto de
disputa, existen luchas por la memoria y por eso se habla de memorias en plural
y no en singular; es un objeto que debe ser historizado porque el sentido del
pasado va cambiando con la aparición de nuevos testimonios, nuevas pruebas
judiciales y con las transformaciones políticas y sociales. La memoria sobre
«La Noche de los Lápices» es un ejemplo paradigmático en este sentido.
A continuación citamos un fragmento de una
entrevista a Emilce Moler (foto), tomada de la revista El Monitor n° 14, quien
polemiza con la versión del libro y la película «La noche de los lápices».
«La Noche de los Lápices como tal es una
construcción que salió a la luz a fines de la década del 80. Fue difícil para
mí encontrar ese relato porque yo no aparezco. De todos modos, nunca quise
salir a decir: ‘Esto no es cierto’, porque les daba pie a aquellos que pueden
decir: ‘Al final, no era cierto lo de los desaparecido’». La discusión fue
porque yo quería plantear mi militancia, quería leer los manuscritos y no hubo
acuerdo con la autora. Entre otras cosas, porque nuestras detenciones no se
debieron solo al boleto estudiantil. Pero resultó muy doloroso que no me
integraran a una historia donde estuve.
—¿Cuándo
comenzaste a notar el valor de tu testimonio?
—Si bien yo ya había testimoniado en el 86 contra
Ramón Camps, el impacto de ser sobreviviente lo sentí con el equipo de
Antropología Forense, ante las preguntas que me hacían: ‘¿Te acordás si tenía
un pantalón de corderoy? Porque hay restos de ropa en las fosas’. Y la única
persona que vio que se había cambiado el pantalón a último momento era yo. Fue
muy fuerte, primero tratar de conectarme con las personas y devolver los
pedazos de relato que tenía; y segundo, contar el ‘adentro’. Los ex detenidos
tenemos esa responsabilidad social.
—¿Cuál es el problema central para transmitir la
historia reciente?
—La formación de los docentes.
Si ellos no conocen la historia, mal pueden transmitirla. Yo tuve que leer
mucho para poder dar respuestas, debo estar formada para poder transmitir.
Haber vivido esta historia no me habilita para hacerlo automáticamente. El
testimonio de una sobreviviente tendría que ser una cosa muy acotada, para
testimoniar que sucedió así, para que no queden dudas. Pero no deberíamos ser nosotros
quienes nos ocupamos de la pedagogía de la transmisión de la memoria. ¿Qué te
preguntan? Sobre la tortura. Si no lo planteás, parece que no hubo. Si lo
planteás, resulta morboso. Yo hago una especie de elipsis y le dejo al profesor
que aborde el tema. Les explico: ‘Esto lo pueden leer. Ahora hay muchos libros,
léanlo’. Antes no había nada y te las tenías que arreglar. En el año 88, te
preguntaban delante de todo el mundo: ‘¿y cómo torturaban?’ Si no contestabas,
parecía que no era cierto. ¿Hay que contar, no hay que contar? Creo que no
tiene que ser una la que cuente.»